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Cuando, durante la primera fase de las obras, tuvimos que dejar nuestra casa durante unas semanas, ignoraba los peligros que nos aguardaban en nuestro nuevo hogar provisional. ¡Quién me iba a decir que acabaría siendo prisionera de un ejército de orugas peludas!
Por suerte, conseguí escapar y estoy aquí para contároslo…

Como os decía, allí no estábamos solos: decenas, centenares, miles de orugas peludas marchaban en hileras por aquí y por allá en actitud poco amistosa. En un principio no desconfié de ellas porque pensé que serían parientes descoloridas de las orugas cosquilleras platónikas*. Pero pronto empezaron a comportarse de manera extraña y su presencia se me hizo cada vez más inquietante: parecían acecharnos en cada esquina, montaron turnos de vigilancia en la puerta para controlar nuestras entradas y salidas… incluso enviaron espías que, camufladas entre la colada, consiguieron infiltrarse en la casa. Desde luego, su comportamiento no tenía nada que ver con el de sus parientes platónikas.
La prueba definitiva de que no eran orugas cosquilleras la viví en mis propias carnes cuando comprobé que, lejos de producir cosquillas, causaban una urticaria tremenda. ¡Ay madre, qué picor!
Ni que decir tiene que no vuelvo a aquella casa ni loca. Hogar, dulce hogar -aunque esté en obras.
*Para aquellos de vosotros que nunca hayáis oído hablar las orugas cosquilleras, os diré que son unas criaturillas realmente simpáticas; por su vivo colorido, es un auténtico espectáculo verlas ir de un lado a otro formando divertidas caravanas de pelusa multicolor. Como siempre avanzan en línea recta, cuando topan de frente con alguien no lo rodean: le trepan por los pies y se pasean por él de abajo a arriba y de arriba abajo hasta llegar al otro lado, donde prosiguen su camino, dejando tras de sí al oportuno visitante, que no puede evitar continuar llorando de la risa durante horas por el chispeante cosquilleo que el contacto oruguil provoca.

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