Nadie sabía que en el jardín de casa hay tréboles de cuatro hojas. Ni siquiera yo.
Esparcidos por doquier hay pequeños y grandes tesoros a la espera de ser descubiertos. Como estos minúsculos tréboles de cuatro hojas que, camuflados en un mar de hojuelas esmeralda, aguardan la ocasión en que alguien se tome el momento de mirar más allá de la difusa masa verde para posar sus ojos sobre ellos y reconocerlos como lo que son: preciosas joyas portadoras de buena fortuna.
Y realmente puedo afirmar que estos tréboles nuestros benefician a quien los descubre. No los encuentro yo sino mi madre; en un mundo que va demasiado rápido, sólo ella tiene la paciencia para detenerse y observar. Y esa serenidad suya le ha traído más suerte de la que, unos meses atrás, nos atrevíamos a imaginar.